III. LA CIUDAD SUBTERRÁNEA
5
El lugar estaba tan solitario como la noche anterior, lo cual tranquilizó a Kevin, ya que eso facilitaría su tarea, al poder llegar hasta la puerta sin ser descubierto por nadie.
Fue un corto paseo hasta que alcanzó su destino. Sin embargo, el problema seguía siendo el mismo, estaba ante una puerta cerrada y, por mucho que el genio le dijese, Kevin no veía de qué modo este iba a ser capaz de abrir la puerta.
Antes de hacer nada más, la curiosidad pudo con él y no pudo evitar querer echar un nuevo vistazo al interior de la estancia. Se agachó y acercó el ojo a la cerradura para encontrarse de lleno con el mismo escenario dantesco de la noche anterior.
Una gran cantidad de Djin están sentados en unas sillas a las que permanecían atados con correas, mientras algún tipo de maquina les extraía sangre incesantemente. Todo para que el “sistema eléctrico” pudiese funcionar un día más, al menos para la clase privilegiada.
—¿Qué hacemos? —preguntó Kevin, susurrando para que nadie más les escuchase.
—Solo acerca la botella a la cerradura —le indicó Efreet.
Kevin hizo lo que el Djin le pidió e, inmediatamente, la botella comenzó a brillar con gran intensidad. La luz que emitía el genio iba cambiando entre tonalidades anaranjadas y rojizas, hasta que la llama cambió drásticamente a un color verde pálido. Cuando apareció este ultimo color fantasmagórico, se escuchó un sonido proveniente de la puerta, algo parecido a un “clic”. En ese momento la puerta se abrió con suavidad, como si nunca hubiese estado cerrada.
—¿Era tan fácil? —dijo Kevin con asombro.
—No, no lo era. Ningún Djin hubiese podido pensar que alguien pudiese convencer a uno de los suyos para que le abriesen la puerta. Y aun así, los Djin podemos crear más de mil variaciones en el tono e intensidad de nuestra llama. La cerradura está sintonizada con una combinación muy precisa, de modo que incluso para nosotros, si no se conoce la combinación exacta, es virtualmente imposible adivinarla.
—Eso quiere decir que has estado aquí antes.
—Sí, pero no es momento de contar historias. Haz lo que has venido a hacer.
Entraron en la habitación y Kevin cerró de nuevo la puerta tras él. Una vez en el interior, la escena le pareció todavía más macabra. Estar rodeado de todos esos seres indefensos, mirando mientras les drenaban la vida y se debilitaban cada vez más, era algo abrumador. Por si no fuera suficiente con aquella visión, la habitación tenía un aspecto terrible, se veía sucia y descuidada. En aquella estancia no existía el brillo que había visto hasta el momento en el resto de la ciudad Djin. Todo era color tierra y las superficies estaban salpicadas con unas manchas fosforescentes de aspecto gelatinoso. Aunque lo peor era el olor, este era profundamente desagradable e intenso, algo que Kevin ni siquiera era capaz de describir, pues nunca antes había olido nada parecido.
Era como si estuviese teniendo la peor de las pesadillas, solo que sabía que aquello era real. De repente sintió nauseas, su cuerpo no resistía estar en aquella situación y reaccionó en consecuencia. Sin embargo, se tuvo que contener las ganas de vomitar, no podían dejar ninguna prueba de su paso por allí.
Junto a los reclusos, sobre una repisa, vio que había todo tipo de instrumental. Supuso que, con estos aparatos, los Djin que estaban a cargo, se ocupaban de iniciar la extracción de sangre a sus congéneres.
Entre las herramientas pudo ver que había una jeringuilla, lo único que podía utilizar para su propósito. No le gustaba nada la idea de introducirse aquella aguja en la piel, no tanto por el dolor, sino por el lugar donde la había encontrado, en aquellas condiciones tan poco higiénicas y habiendo sido utilizada, sin lugar a dudas, con más de un sujeto. Pero no había nada más a su alcance, la situación era desesperada y no estaba en condiciones de ponerse quisquilloso. Cogió la jeringuilla y se acercó a uno de los Djin, el que tenía más cerca.
El individuo al que se aproximó tenía un aspecto tan deplorable como los demás de la habitación. Parecía estar en coma o exhausto, al borde de la muerte. Aquello le parecía completamente inhumano, aunque, por otro lado, aquellos seres no eran humanos. De cualquier modo, no podía evitar luchar una batalla interna consigo mismo. Iba a utilizar la sangre de una criatura indefensa, de la que otros ya habían abusado suficiente, cuando él había sido el primero en condenar semejante conducta. Aquello iba en contra de todo en lo que creía, pero sabía que tenía que hacerlo si quería sobrevivir.
Kevin introdujo la aguja en la piel del Djin y le sustrajo una pequeña cantidad de aquel líquido luminiscente. Solo tomó lo absolutamente imprescindible, y aun así le dolió en el alma. Por ese motivo, antes de marcharse, se acercó al rostro del mismo Djin al que le había pinchado y le susurró al oído: “Os sacaré de aquí, lo prometo”.
Efreet no escuchó sus palabras, o al menos eso pensó Kevin, porque el genio no tardó en pedirle que se apresurase y dejase en paz al pobre bastardo.
Salieron del lugar y cerraron la puerta. Efreet volvió a usar su luz para poner el cerrojo y, de aquel modo, lo dejaron todo igual que lo habían encontrado. Acto seguido, se apresuraron a regresar al dormitorio, donde Kevin fue directamente a sentarse en la cama. Estaba agotado y el corazón le iba a mil por hora. Aquella experiencia le había dejado huella, no podía quitarse de la cabeza al grupo de Djin moribundos. Pero lo había hecho, la operación había sido un éxito, y ahora tenía que asegurarse de que todo aquello hubiese valido la pena. Lo que restaba por hacer era, relativamente, lo más sencillo y sin embargo le aterraba la idea.
Puso la jeringuilla, ahora llena, sobre la cama, a su lado, y se quedó mirándola, tratando de hallar el valor suficiente en sí mismo para inyectarse el líquido. Veía como aquella sangre tenía vida propia, brillaba y se movía por el interior del recipiente con suavidad, hacia delante y hacia atrás. Estaba claro que la sangre no era ordinaria, ya lo sabía de antes, pero verla tan de cerca era una cosa completamente distinta, algo que le hacía darse cuenta de lo real que era aquella sustancia.
—¿Qué ocurrirá cuando me inyecte esta sangre? —le preguntó Kevin al genio.
—Nada fuera de lo común, simplemente ganarás la inmunidad al veneno.
—¿Y no hay posibilidad de contagio?
—Los Djin no enfermamos, ninguna bacteria o virus podría residir en nuestro organismo. Nuestra temperatura puede llegar a ser demasiado alta.
—Entonces es seguro, ¿verdad?
—Totalmente.
Kevin sabía que realmente no podía confiar en Efreet, pero aun así le hizo estas preguntas para ganar algo de seguridad, para quedarse más tranquilo antes de hacer la locura que estaba a punto de cometer. Recogió la jeringuilla de encima de la cama y apuntó la aguja en dirección a su brazo. Fue aproximando cada vez más el instrumento, hasta que este estuvo casi en contacto con su piel, y entonces Efreet le detuvo.
—Recuerda no inyectártelo todo —le recordó el genio.
—¿Por qué? ¿No decías que era seguro?
—Claro, pero necesitarás la otra mitad para tu amiga.
Kevin se sintió confuso. No sabía de qué amiga le estaba hablando el Djin. Miró a la jeringuilla y pensó en el momento en que había extraído la sangre. Había sacado solamente la cantidad necesaria, pero ahí había probablemente suficiente para dos dosis. ¿Por qué había sacado tanta sangre? Le dolió la cabeza. Sabía que aquello se debía al veneno del Zaqum, estaba volviendo a perder la memoria. Se esforzó en recordar, se concentró todo lo que pudo en hallar la solución a su pregunta. ¿Por qué había tanta sangre en la jeringuilla? De repente notó un dolor punzante en la pierna.
Había comenzado a experimentar los efectos más avanzados del veneno. Primero le había dolido la pierna, pero solo había sido un aviso, porque inmediatamente después se le paralizó por completo la extremidad. Era incapaz de mover la pierna. Dio gracias por haber estado sentado en aquel instante, de no haber sido así, se hubiese caído al suelo de golpe. Entonces recordó una caída anterior, había sido en el desierto, mientras cargaba con Alda.
¡Eso era! Alda, cómo había podido olvidarla de nuevo.
Ahora que su mente se había esclarecido, sabía que solo debía inyectarse la mitad del contenido de la jeringuilla, la otra mitad debería llevársela a la Fane, quien no sabía hasta qué punto estaba en peligro.
Se acercó de nuevo la aguja y se la clavó en el brazo, allá donde podía ver con más claridad una de sus venas. Apenas le dolió y fue rápido, introduciendo en su corriente sanguínea la cantidad justa. Extrajo la jeringuilla y suspiró aliviado. Lo peor ya había pasado, ahora solo tenía que esperar que, en efecto, aquella sustancia hiciera que se curase, dejando de tener alucinaciones y pérdidas de memoria. Se sentía bien, al parecer Efreet no le había engañado y no tenía que haber temido ningún efecto adverso. Se tumbó en la cama para dejar que el antídoto recorriese todo su cuerpo. Pero, lamentablemente, su estado de relajación no duró demasiado.
Tuvo que alzarse de golpe cuando empezaron los efectos secundarios, aquellos efectos que Efreet había negado que existiesen. Le ardía toda la piel intensamente y maldijo la hora en la que había usado aquella jeringuilla, pero era demasiado tarde para lamentaciones.
Se convulsionaba, se retorcía y se iba pegando contra las paredes. No podía dejar de moverse, pues incluso las plantas de los pies le ardían demasiado como para apoyarlas. Tuvo que quitarse toda la ropa como pudo, desesperadamente, para evitar el roce de las prendas con su piel. Pero nada de aquello sirvió, el dolor no cesaba. Gritó, maldijo a Efreet, insultó al aire y, finalmente, cayó agotado al suelo.
Jadeaba y notaba como le faltaba la respiración. Parecía que aquel suplicio no iba a terminar nunca, pero entonces comenzó a sentirse mejor. No dejó de dolerle, sin embargo el dolor se hizo más tolerable.
Se puso de nuevo en pie, con la intención de tumbarse en la cama para estar más cómodo mientras aquello se le pasaba, si es que se le pasaba. En ese momento, tuvo una nueva sensación, fue como si todo el dolor que le recorría el cuerpo fuese avanzando rápidamente hasta la zona de la cabeza, abandonando el resto de áreas. Pero aquello no acabó ahí. El dolor no se limitó a la cabeza, se focalizó en la zona de los ojos, ahora eran éstos los que le ardían. Corrió hacia una de las paredes que parecían espejos y se miró a la cara. Llegó justo a tiempo para presenciar como los ojos le cambiaban de color, adquiriendo la misma tonalidad rojiza que poseían los Djin.
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