III.
LA CIUDAD SUBTERRÁNEA
1
Por fin estaban de vuelta en la civilización, lejos de los tormentos del desierto. Sin embargo, la sensación de peligro no había abandonado a Kevin. Era cierto que habían recibido una cálida bienvenida, que habían estado rodeados de caras sonrientes y amables, pero ya conocía aquella sonrisa que mostraban todos los rostros que les habían saludado, esa expresión era idéntica a la que tenía Efreet la primera vez que se habían encontrado con él. Si los Djin estaban actuando del mismo modo en que lo había hecho el primero con el que habían tratado, podía estar seguro que todos y cada uno de ellos tenían sus propias agendas ocultas y ninguno debía estar tramando nada bueno.
En aquel momento, Kevin se encontraba en su dormitorio, aquel que sus huéspedes le habían proporcionado para utilizarlo durante todo el tiempo que durase su estancia. La sala era enorme, con altos techos y llena de detalles. La decoración era muy recargada, allá donde mirase encontraba adornos dorados y objetos engarzados con piedras preciosas, rubís en su mayoría. Las mismas paredes parecían hechas de oro o de algún otro metal de aspecto muy similar. Se sentía pequeño e insignificante en medio de semejante ostentosidad.
La constante visión de tanto objeto brillante comenzaba a marearle, así que decidió sentarse por un momento en la cama. En cuanto su cuerpo hubo entrado en contacto con las telas que cubrían el colchón, se dio cuenta que estaba tocando tejidos de seda y terciopelo.
Entonces le asaltó una duda. Si todo ese mundo era desértico, de dónde habrían sacado los Djin las materias primas para confeccionar aquellos tejidos, la alfombra, sus vestimentas, las sábanas y las mantas. Tal vez hubiese algún lugar en el planeta que fuera fértil, donde hubiese plantas y animales. De ser así, podría ser de utilidad encontrar dicho lugar, si se daba el caso en que tuviesen que volver a salir de la ciudad.
La verdad es que, la noche anterior, cuando fueron sorprendidos por aquella comitiva, por un instante pensó que aquel grupo había aparecido con la intención de matarles allí mismo o de apresarles, en el mejor de los casos. Pero lo que había ocurrido era que uno a uno se fueron presentando, todos ellos con amabilidad, para después guiarles hasta la entrada de la ciudad.
Si no hubiese aparecido el grupo de Djin, lo más probable es que ni Alda ni él hubiesen sido capaces de ver la entrada. Hubiesen pasado de largo y, en aquellos instantes, todavía estarían caminando por el desierto. Y es que la ciudad de los Djin no podía ser vista con simplemente mirar alrededor, ya que esta no se encontraba erigida sobre las dunas del desierto, sino que estaba excavada en las entrañas de la tierra.
Al parecer, habitualmente, los habitantes de la ciudad salían al exterior por unos túneles que estaban diseñados únicamente para ser transitados por ellos cuando se encontraban en su forma ígnea. Para casos especiales, como era el de los dos extranjeros que acababan de aparecer en sus tierras, disponían de otra entrada con una especie de ascensor metálico que silbaba como si funcionase a vapor. Dentro del aparato solo subieron dos miembros de la comitiva para acompañarles hasta abajo, los demás se adelantaron por los túneles.
Durante el descenso, Kevin no había sido capaz de hacerse una idea de la profundidad real a la que se encontraba la ciudad, pero intuía que estaban a kilómetros bajo la superficie del desierto. El viaje en el ascensor fue largo, pero no notó ningún cambio fisiológico, en todo momento pudo continuar respirando perfectamente y el nivel de oxigeno parecía ser normal. La temperatura era bastante elevada, pero, pese a ello, soportable, porque no quemaba como el sol del desierto. Además, no les faltó luz en ningún momento, ya que aquel ingenio estaba provisto de su propia fuente de iluminación, que consistía en una especie de red de tubos delgados, como si de venas se tratasen, que cubría toda la superficie de las paredes, desprendiendo una luz anaranjada similar a la de los Djin cuando se transformaban en bolas de fuego. Kevin no pudo discernir si el contenido de los tubos era algo estático o si había algún tipo de fluido o gas circulando por ellos, pero aun así estaba convencido de que no existía nada similar en su mundo, al menos nada que él conociese.
A medida que se introducían en las entrañas de la tierra, se iba imaginando que la ciudad de los Djin podría ser toda similar a aquel ingenio mecánico y entonces temió más que nunca a sus huéspedes, porque si poseían semejante ingenio no debían ser seres fáciles de engañar. Cuando llegaron al fondo, descubrió que sus expectativas no iban para nada desencaminadas, la luz, combinada con los metales preciosos, hacía que tuviese que entornar los ojos para no ser deslumbrado a cada paso.
Al poco de salir del ascensor, el resto de su escolta se unió de nuevo a ellos y rodearon a los dos visitantes para marcarles el paso en una dirección en concreto. A Kevin esto le resulto bastante perturbador, porque, a pesar de las buenas formas, parecían ser tratados como prisioneros, sin derecho a moverse por donde no debían.
Conforme avanzaban y pasaban por todo tipo de lujosas calles, los habitantes de la ciudad salían a la calle para saludarles. Los Djin que aparecían de cada puerta por la que se cruzaban eran visiblemente diferentes los unos a los otros, pero todos conservaban los mismos rasgos que Kevin ya habían visto en Efreet: los ojos rojos como el fuego, a juego con el color de sus decoradas vestimentas, todo ello acompañado con la mejor de sus sonrisas.
No supo identificar el tipo de lugares por los que iban pasando, bien podían haber sido comercios o entradas a viviendas, pero frecuente podía ver en los portales de los recintos cuencos con frutas de aspecto desconocido, así como rincones cubiertos con cojines y telas donde los Djin reposaban plácidamente mientras devoraban todos los manjares que les rodeaban.
La visión de aquello era completamente distinta a la del desierto que ahora se hallaba sobre sus cabezas. En la arena habían estado luchando por sobrevivir a diario, mientras que allí abajo parecía que hubiesen encontrado un paraíso.
El paseo terminó en una sala semicircular de grandes dimensiones, a cuyos lados se erigían dos estatuas que a Kevin le pareció que debían de medir más de veinte metros de altura, y que representaban la imagen de dos Djin esgrimiendo algo parecido a un látigo que se entrelazaba justo en el centro de la estancia, formando una especie de bóveda enrejada por encima de ellos. En el fondo de la habitación había una hilera de seis tronos de aspecto rojo cristalino, como si estuviesen tallados en rubí, y sobre los tronos se sentaban seis figuras, todas ellas con ropajes todavía más llamativos que los que habían visto hasta el momento, con bordados y dibujos más complicados en las telas.
Los seis Djin que les aguardaban en los tronos se presentaron como los miembros del consejo, los gobernantes de Jahanam, que era el nombre que recibía aquella ciudad subterránea.
Les dieron la más cordial de las bienvenidas, sin mostrarse amenazadores en ningún momento y sin hacerles ninguna pregunta indiscreta, como sí que había hecho Efreet al encontrarse con ellos. Acto seguido, les dijeron que mientras se encontrasen en la ciudad serían tratados con la mejor hospitalidad de los Djin, siendo libres de recorrer la ciudad a su antojo y alojándose además en las mejores dependencias disponibles. Todo ello sin esperar nada a cambio y durante todo el tiempo que quisiesen. Después, la escolta se dividió en dos, la mitad se fue con Alda y la otra mitad acompañó a Kevin hasta la habitación en la que se ahora se hallaba.
Desde entonces, habían pasado un par de horas y Kevin todavía no se había atrevido a abandonar sus aposentos y salir a explorar. Todo aquello le daba muy mala espina y temía que, al salir por la puerta, sería inmediatamente apresado y ejecutado por un guarda que estuviese esperando al otro lado.
Pese a su reticencia, sabía que no podía quedarse simplemente cruzado de brazos, pero se cuestionaba hasta qué punto podría fiarse de la buena voluntad de los Djin. Sabía que no era justo juzgar a toda una raza por el comportamiento de un solo individuo. Sin embargo, había mucho más que eso. También debía tener en cuenta todo lo que le había contado Alda sobre los Djin; claro que, últimamente, tampoco sentía que pudiese confiar demasiado en la Fane. Sus opciones estaban limitadas a esperar a que ocurriese algo, o bien decidirse a salir y enfrentarse a cualquier cosa que pudiese caerle encima al atravesar la puerta.
—Haces bien en no fiarte. Esta no es la autentica cara del consejo y, si os quedáis aquí, tarde o temprano descubrirás de lo que son capaces.
Cómo no, la voz que había interrumpido los pensamientos de Kevin era la de Efreet. Con todo lo que había ocurrido, ya prácticamente se había olvidado del genio que tenía encerrado en la botella. Abrió la mochila y sacó el contenedor de plástico. Se quedó por un momento observando la forma del genio, que ahora parecía menos amenazador que nunca. El pequeño ser de fuego se agachaba e intentaba, en vano, buscar refugio dentro de su pequeño receptáculo.
Kevin únicamente lo observó, con cierta fascinación, pero no le contestó nada. Consideraba que cualquier intento de conversar con Efreet era una pérdida de tiempo. Sabía que el genio era un mentiroso y que solo miraba por sus intereses. Si lo pensaba bien, al ver a semejante criatura indefensa, que no dejaba de hablar cada vez que intentaba concentrarse, le hacía pensar que era algo así como su propia voz de conciencia, aunque la mala.
Escuchó pasos acercándose por el exterior y rápidamente se apresuró a esconder la botella de plástico debajo de la cama. Si los Djin descubrían que tenía a uno de los suyos cautivo en aquellas condiciones, seguramente dejarían caer inmediatamente sus mascaras de amabilidad y se apresurarían a administrarle el peor de los castigos imaginables.
La puerta se abrió y por ella entraron una pareja de Djin. Los individuos eran dos de los que le habían acompañado previamente hasta la habitación.
—Por favor —dijo uno de los Djin—. Si eres tan amable de acompañarnos, hemos preparado un gran banquete en vuestro honor, y tanto tú como tu compañera sois los invitados de honor de la fiesta.
—Muchas gracias, aunque no deberíais haberos tomados tantas molestias. Al fin y al cabo solo estamos de paso —contestó Kevin.
—Eso es exactamente lo mismo que dijo tu compañera, pero descubrirás que esta es una ciudad rica, donde tenemos todo tipo de comodidades en abundancia. Disfrutamos dar fiestas, y esta es tanto para vosotros como para nosotros mismos. Nos complace poder compartir nuestra comida con tan fascinantes extranjeros.
—Entonces, acepto encantado. Aunque… —quedó mirándose a sí mismo por un momento y comparó su estado, después de días de caminar por el desierto, con el de los Djin, con sus elegantes vestimentas—. No sé si voy vestido para la ocasión.
—No necesitas ningún atuendo especial —le dijo ahora el otro Djin que todavía no había hablado—. Pero si te sientes mas cómodo, aun queda algo de tiempo hasta que empiece el banquete, podemos proporcionarte ropas nuevas y un baño.
Kevin dudó por un momento sobre si debía aceptar el ofrecimiento de los Djin y al final dijo que sí, no tanto por el tema de la ropa sino por el baño. La posibilidad de poder asearse un poco, de limpiarse y quitarse la arena que tenía pegada a la piel y entre el pelo, era más que tentadora. Fue acompañado hasta otra sala que se encontraba en el mismo pasillo y allí le indicaron el lugar en que podía bañarse. El baño en sí era tan grande como una piscina y estaba repleto de un liquido caliente que, si bien en un principio le había parecido que era agua, al entrar en contacto con el elemento, se dio cuenta que era algo bien distinto. El receptáculo contenía una sustancia transparente que tenía una textura parecida al aceite al tacto, pero que no resultaba nada desagradable y desprendía un olor floral.
Estuvo un buen rato bañándose, en la intimidad, desprendiéndose de toda la suciedad que se había acumulado en su cuerpo a lo largo del camino.
Cuando por fin se sintió limpio, se incorporó y descubrió que, al salir de la bañera, no tenía ninguna necesidad de secarse, porque aquella sustancia no le dejaba sensación de humedad en el cuerpo. Su piel estaba suave y brillante, pero no aceitosa. Pero eso no era lo mas increíble, lo mejor de todo era que aquel liquido, fuese lo que fuese, había hecho que incluso le desapareciesen las quemaduras del sol, así como las cicatrices de las heridas que se había hecho recientemente, todas y cada una de ellas, incluso las que parecían de lenta curación. No sabía en qué consistía aquella milagrosa sustancia, pero era una muestra más de hasta dónde llegaba la avanzada civilización de los Djin. Siendo así, no le extrañaba que las historias constasen que los genios eran capaces de conceder deseos.
Al ir a ponerse la ropa, descubrió que sus maltrechas prendas habían desaparecido y, en su lugar, había un vestido como el que llevaban los Djin, pero no como el de aquellos que los habían escoltado, sino más parecido al de los miembros del consejo, como si le estuviesen considerando también una persona de gran importancia.
Se puso el traje, que consistía en unos pantalones y una túnica de un tejido realmente suave y agradable al tacto, para rematar el atuendo con un calzado que era similar a unas chanclas, pero que tenían adornos y dibujos parecidos a los de las otras prendas.
Tras terminar de arreglarse, se acercó a una de las paredes, que, de tan brillante que era, supuso que haría las veces de espejo, y se quedó observando su reflejo en la superficie. Su aspecto era prácticamente idéntico al de los Djin, tanto que, por un instante, temió encontrar dos llameantes ojos rojos en su mirada, pero afortunadamente no lo hizo, sus ojos seguían siendo los suyos. Seguía siendo el mismo, aunque vistiese de otro modo.
Su escolta estaba esperándole a la salida de la habitación donde se había bañado, desde donde, inmediatamente, procedieron a acompañarle hasta el lugar donde se celebraría el banquete.
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